Hace dos días, el 30 de octubre, cumplió su sexagésimo quinto aniversario la Insurrección Nacionalista de 1950. Sólo la conmemoraron, casi en secreto, algunos grupos independentistas. Si se celebrara un concurso en todas las escuelas públicas y privadas, con el nuevo teléfono inteligente de Apple como premio para quienes logren identificar el suceso que marca esa fecha, de seguro habría que declararlo desierto.
Sondeos realizados por los medios en pasillos del Capitolio, agencias públicas y playas de la zona metropolitana han delatado, una y otra vez, la desoladora fragilidad de nuestra memoria histórica. Fragilidad que volvió a demostrar Tito Román en su documental “El Antillano” con aquellas entrevistas reveladoras sobre la figura de Betances. No hay testimonio más contundente de los estragos culturales del colonialismo que esa amnesia generalizada ante lo que han sido las luchas libertarias de un país dominado.
Muy escasos deben ser los que han oído hablar de Tomás López de Victoria, Raimundo Díaz Pacheco, Blanca Canales, Vidal Santiago y Olga Viscal, entre tantos otros nombres ilustres ligados al 30 de octubre. Confieso que yo tampoco los escuché en la escuela y que, si ahora los reconozco, es gracias a la labor detectivesca que, movida por la curiosidad, emprendí durante mis años universitarios. En libros como “La insurrección nacionalista” de Miñi Seijo Bruno y “El movimiento libertador en la historia de Puerto Rico” de Ramón Medina Ramírez, encontré capítulos censurados de la historia puertorriqueña.
La ignorancia epidémica de eventos tan recientes como los aludidos no parece quitarle el sueño a nadie. En el viciado ambiente colonial, la falta de información se asume como cosa del destino. La otra cara de esa resignación es el descaro del “a mí plin”: ni sé ni quiero saber, agua pasada no mueve molino, borrón y cuenta nueva. Por algo ha dicho el escritor Albert Memmi que el colonizado está condenado a perder progresivamente la memoria.
A las posturas evasivas podrían sumarse las interpretaciones revisionistas de los que pretenden aplicarle al nacionalismo revolucionario boricua criterios de estreno reciente. Se tilda de terroristas a los patriotas luchadores o se les cuelga el sambenito de fascistas sin evidencia concreta que respalde esas acusaciones. Olvídense de todas las naciones que han peleado guerras de liberación contra los imperios invasores, empezando por el propio Estados Unidos. El prejuicio heredado decreta que nuestros combatientes anticolonialistas no eran más que un montón de locos suicidas liderados por un loco inteligente.
La cantaleta que sonaba en mis años de infancia era, precisamente, ésa: la de la locura de Albizu Campos y sus seguidores. Se alegaba, además, que eran unos acomplejados y unos malagradecidos y que, con sus acciones violentas, habían dañado un proyecto tan “bonito” como el de la independencia. Eso último se repetía con el aire beato de quien recita el catecismo. Tal vez aquellas recriminaciones no eran, en el fondo, sino la manifestación de un miedo inconfeso. Ante la represión brutal de la que estaba siendo víctima el independentismo, se fue afianzando en la conciencia de la gente el íntimo convencimiento de la inutilidad de todo posible propósito de cambio.
La Insurrección Nacionalista no surgió en el vacío. Para situarla en su contexto real, habría que leer el importantísmo libro de Ivonne Acosta titulado “La Mordaza”. Se trata de la crónica del silenciamiento de la disidencia que desató el gobierno contra los independentistas desde la aprobación de la Ley 53 de 1948 por la legislatura del Partido Popular Democrático. De esa empresa perversa que criminalizó la expresión del sentimiento nacional, no salen absueltos ni la garra siniestra de Washington ni las manos sucias de sus subalternos criollos. A través de los años, el Partido Nuevo Progresista ha compartido con el PPD el inmenso deshonor de haber perseguido, encarcelado y asesinado, física o moralmente, a quienes ejercían el legítimo derecho a la defensa de su patria.
Aquí se ha cometido -y perpetuado- un monumental crimen de estado: el encubrimiento sistemático de la verdad. Por un trastoque malsano de valores, los gestos contrarios a la consolidación de nuestra nacionalidad se aplauden mientras los afirmativos se condenan. Desde los orígenes de la nación puertorriqueña, la censura está inscrita como cicatriz de carimbo en la piel de nuestras mentes. De ahí que los hechos capitales de nuestra biografía de pueblo no se estudien en la escuela ni se mencionen en las casas.
El prejuicio antiindependentista tiene raíces largas y torcidas. Impulsado desde el poder y reproducido en las mentalidades, se ha nutrido de la inseguridad y la desinformación. Se implanta como un castigo irónico a los que, por la persistencia de su empeño, nos recuerdan la continuidad de nuestro fracaso.
A pesar de los pesares, una terca fe me hace pensar que algún día resurgirán, vestidos de limpio, todos los que dieron sus vidas por una causa que lucía imposible. Entonces los niños sabrán quiénes son y los maestros honrarán las fechas y los nombres de los que escribieron, con tinta sangre, la épica entrañable de los derrotados.
(La he publicado completa por razones obvias).
Lo vi en el periódico de hoy y supuse que lo compartirías. Muy bueno.
ResponderEliminarelf: Pues me enteré por la tarde porque una amiga me lo envió por email pues ya no recibo END los domingos y me fui a San Juan sin leerlo completo en línea. Confieso que ver mi libro citado por una escritora que admiro tanto me llena de orgullo y como estoy de acuerdo con todo lo que dice preferí reproducir el artículo completo.
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