Hoy se cumplen 25 años de la muerte de mi madre y todavía la echo de menos aunque al mismo tiempo doy gracias a Dios de que se la llevó antes de que llegara a la crueldad que es la ancianidad. A mí que no me vengan con que la vejez es la “edad de oro” porque me dan ganas de darle una bofetada al que lo dice--generalmente los dichosos publicistas--mientras a la vez glorifican la juventud y hacen ver las arrugas como el espanto mayor.
Volviendo al aniversario, quiero compartir con ustedes algo que escribí hace 10 años a petición de mi querida amiga mayagüezana Julia Cristina. El relato que yo le había hecho a ella sobre lo sucedido cuando murió mi madre la ayudó en algo a ella a superar la muerte de la suya. Ambas teníamos la idea de publicar un libro que recogiera las experiencias de muchas mujeres ante la pérdida de la madre. Nunca pudimos llevarlo a cabo por distintas razones, pero en el periodiquito Contacto Colegial de marzo de 1997 se publicó un artículo de cada una sobre el tema del que pensábamos que “no se habla”. A continuación transcribo el mío (con algunos cambios mínimos):
“Testimonio: la muerte de mi madre”.
En Puerto Rico se habla a diario en los medios de comunicación sobre muertos y muertes violentas pero paradójicamente la muerte es tema prohibido. En Estados Unidos, donde es peor aún (pues en lugar de decir “died” dicen “passed away”), hay sin embargo varios libros publicados sobre la muerte. Hay inclusive varios sobre la muerte de la madre y lo que significa para la mujer. En esos escritos está comprobado que la experiencia es diferente de la de los hombres que pierden a sus madres y de la de perder un padre. En Puerto Rico no hay nada escrito. Pero no queremos abordar teorías y menos dar consejos sino compartir experiencias. Sobre todo subrayar la necesidad del apoyo en estos procesos, ayudar a otras mujeres a enfrentarse a lo que no se puede evitar y que sepan qué hacer cuando el momento llegue.
Mi madre murió en 1982. Había estado grave por una dolencia en el hígado durante un mes en el hospital y finalmente cayó en coma. Los médicos nos aseguraron que ya no había remedio porque todos sus órganos vitales estaban afectados. Todo menos el corazón que seguía latiendo como el de una adolescente. Cuando ya llevaba varios días en coma, la enfermera que habíamos contratado por su experiencia con pacientes terminales me indicó que “algo estaba deteniendo” a mi madre. Era extraño, pues habíamos hecho todo lo que por tradición es preciso en nuestra cultura: ya un sacerdote le había administrado los últimos ritos del catolicismo, ya todos se habían despedido de ella—incluyendo mi hermano que, hombre al fin, se le hacía difícil enfrentarse a la muerte. Una vecina muy querida suya (y mía), Matilde Albert, le había rezado varias oraciones. Y sin embargo la presión no bajaba, seguía aferrada a su cuerpo.
En el cuarto del hospital, ese último día, me encontré acercándome a su cama y hablándole muy cerca al oido, como si me escuchara. Comencé a decirle más o menos lo siguiente:
- “Mami, no te aferres a tu cuerpo porque es inútil, no hay remedio. Créeme, no se puede hacer nada, no hay esperanza. Déjate ir y no tengas miedo. Ya todos se despidieron de ti y estamos preparados. Déjate ir porque como puedes ver, te están esperando abuelito, abuelita, titía (sus muertos más queridos) y te van a ayudar”.
Todavía seguían fuertes sus latidos y yo seguí:
- “Mami, piensa que desde allá nos vas a ayudar a todos mucho más que desde acá. Yo sé que todas las noches rezabas por nosotros. Ahora podrás ayudarnos y te rezaremos nosotros.”
En ese momento me dí cuenta de algo: todos se habían acercado y rodeaban la cama. Era que el aparato de tomar la presión estaba indicando que la misma había comenzado a bajar. Mi hermana Norma le tenía agarrada su mano derecha y tan pronto yo terminé de decir lo anterior, ocurrieron dos cosas increíbles: mi madre apretó la mano de mi hermana (según me contó ella luego) y de sus ojos cerrados salió una lágrima. Al verla seguí diciendo:
- “Mami, el día que yo me vaya vénme a buscar, y así no sentiré miedo de irme”.
En ese instante se fue, tan imperceptiblemente que tuvo la enfermera que constatarlo. Lo único que se me ocurrió decirle entonces fue “gracias mami porque ahora ya no temo la muerte”. Y fue cierto.
Esa experiencia tan hermosa (muy distinta a la que tuve con la muerte de mi padre) me dejó con un sentimiento de alivio muy grande pues pensaba que había ayudado a mi madre en el trance más difícil: poder despegarse de esta vida. Aunque lloré mucho su ausencia y tardé bastante en acostumbrarme a que ella no estaba en su apartamento y ya no podía llamarla por teléfono, sentí por años su presencia tranquilizadora. Hablo con ella más a menudo que antes. Y he sentido muchas veces desde entonces su ayuda y sus consejos.
Pero la experiencia también me enseñó varias cosas sobre la muerte. En primer lugar, que las personas en estado de coma pueden escuchar. ¡Cuántas veces hemos presenciado familiares hablando del entierro y hasta de herencias al lado de la cama de una persona en coma por creer que ya no está presente!
En segundo lugar, me confirmó una teoría que tenía sobre la muerte como un parto hacia otra existencia. Tal y como en el parto que nos trajo a esta vida muchas veces se necesita ayuda para lograrlo, en el momento de la muerte a veces se necesita un útimo empujón (no encuentro otra palabra mejor), sobre todo si la persona se empeña en mantenerse en esta vida.
En tercer lugar, no hay duda de que a las mujeres en la familia es a quien nos toca enfrentar las enfermedades y la muerte en todos sus aspectos. Creo que venimos preparadas para hacerlo por lo mismo que nos jugamos la vida al parir.
Le experiencia también me enseñó la deshumanización de los hospitales, sobre todo en las salas de intensivo. Yo preferiría mil veces morir en mi hogar y si es posible que alguien haga lo mismo conmigo que hice yo con mi madre. Tengo una buena amiga que me lo ha prometido si mi marido y mis hijos no permiten, por su pena, que me despegue.
Después de esa experiencia me dediqué a contarla a mis amigas para que supiesen qué hacer en ese momento. Me convencí aún más cuando un día me encontré en el ascensor con una residente del condominio en donde vivo, con quien nunca había cruzado dos palabras. Al verla algo me estuvo muy extraño, la vi muy mal (ella siempre está maquillada y bien vestida) y le pregunté qué le pasaba. Me dijo que tenía muy grave a su mamá en el hospital y no sabía qué hacer pues sentía miedo de verla morir. Yo le conté muy rápido mi experiencia y nos despedimos. Al otro día me la encontré y para mi sorpresa me abrazó y con mucha emoción me dijo que gracias a lo que le dije ella había regresado al hospital y a los pocos minutos su mamá moría en sus brazos. Me decía entre lágrimas que no se hubiese perdonado no haber estado allí pues su madre hubiese muerto completamente sola en un cuarto de hosptal y que me lo agradecería siempre.
En Puerto Rico, en efecto, se habla a diario de muertos y muertes violentas pero Julia Cristina y yo hemos querido hablar de muertes con ternura y con amor. Hacerlo no ha sido fácil, sobre todo para Julia Cristina cuya experiencia es bien reciente. Hasta nos hemos preguntado qué dirán nuestras madres que eran tan privadas con sus vidas. Al final nos dimos cuenta de que están las dos muy de acuerdo con que compartamos su muerte con ustedes. A nombre de ellas esperamos este gesto sirva de ayuda a alguien que nos lea. Si es así habrá valido la pena.
Bello. Estoy segura de que a Abuela Hebe le gustó mucho la historia. :)
ResponderEliminarGracias, muy bonito de verdad. Tengo 18 años, perdi a mi madre hace 2 meses y ha sido la experiencia mas dificil de mi vida. Mi madre tuvo una hemorragia cerebral y estuvo en coma 4 dias. yo siempre le hablaba al oido y le decia tantas cosas le rezaba y pues si recuerdo q el ultimo dia le dije q las cosas maravillosas q me enseño me iban a ayudar a seguir adelante y q no se preocupara por mi q gracias a ella tenia todo lo necesario para luchar en la vida y esa noche ella fallecio, fue un golpe muy duro, no hay dia q no piense ella y la extrañe uno piensa tantas cosas pero ella lucho para q yo tuviera la mejor educacion y no la kiero defraudar por lo q a pesar del dolor q llevo dentro sigo estudiando y estoy trabajando con la fuerza que solo Dios me puede dar, sin ningun miedo a la muerte con una fe muy grande de volver a estar con ella...
ResponderEliminarChikita, gracias por compartir ese testimonio. Es obvio que tuviste la misma inspiración divina para ayudar a tu madre a despegarse. Por eso tienes la fuerza de seguir tu vida a pesar del dolor. Nunca vas a olvidarla pero ahora la tienes hasta más cerca que antes y te ayuda a seguir luchando,ya verás.
ResponderEliminarHola soy de Costa Rica, eh leido tu testimonio que es muy similar a lo que me paso a mi hace 7 meses, agradesco a Dios que me dejara leer tu historia pues ahora veo la partida de mi queridisima madre desde otra perspectiva. Yo tambien estuve con ella hasta su ultimo suspiro hablandole al oido mirando como el monitor marcaba su presion la cual bajaba de forma paulatina, a pesar de que la vi partir su muerte me golpeo mucho pues soy hijo único y mi famili no es muy unida; pero de nuevo agradesco haber tenido la oportunidad de haber leido tu experiencia que, como reitero, es muy similar a la mia solo que yo la vivi solo en ese hospital de mi pais.
ResponderEliminarGRASIAS!!!!
Randall Gattgens Astorga
randall007gatgens@gmail.com
Randall: Me ha emocionado tu comentario porque se logró el propósito de escribir esta historia: servir de consuelo a los que tengan esa experiencia. En tu caso, te pido excusas por haber excluido a los varones sin pensar que hay muchas excepciones y sin duda eres una de éstas. Gracias por compartir tu triste experiencia, por la que todos y todas pasamos. Y de nuevo, me has hecho un regalo al decirme que mi escrito te ayudó en algo.
ResponderEliminarCuando pase el tiempo, que todo lo cura, y te sientas mucho más fuerte, te pido que te comuniques porque quiero que me cuentes de tu país para publicar en mi blog. Creo que Costa Rica es un ejemplo que deberíamos seguir nosotros.